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Tanto en la producción artística como teórica y académica de las últimas décadas, es claro el interés y el esfuerzo por dar cuenta del cuerpo. Y en parte tal notoriedad corresponde a las diversas críticas a la tradición metafísica occidental llevadas a cabo, en distintos campos de la cultura, por Nietzsche, Marx y Freud. Quizá no es el caso tanto de que el cuerpo no haya estado presente en el pensamiento occidental hasta mediados del siglo XIX e inicios del siglo XX; más bien se trata de que efectivamente sí ha estado presente, pero en las maneras defectivas y negativas propias de la metafísica en las configuraciones del platonismo, el cristianismo y el cartesianismo. Es decir, el cuerpo sí ha sido central en las formas de pensamiento prescriptivo de la tradición occidental, pero a la manera de su identificación con la fuente del error, el engaño y la inmoralidad. Y, consecuentemente, los correctivos prescritos llevan al disciplinamiento, obliteración y negación del cuerpo, y al privilegio de su contraparte espiritual, racional e inmaterial.
El desastre y la guerra, obrándose en el arte y la imagen. El cuerpo vivido, transformándose en la experiencia performática. El caos y el vacío, habitando los gestos y los trazos. El éxtasis dionisiaco, dando apertura a la sabiduría... Frente a estos ámbitos, heterogéneos en apariencia, la teoría estética y la historia del arte se formulan preguntas, o mejor será decir, las escuchan, sin la pretensión de resolverlas, sino con el ánimo de mantener abierto el campo entre la imagen y la palabra, entre la creación poético-literaria y la teoría crítica, porque la experiencia estética es ella misma apertura que acontece en la temporalidad paradójica del deseo, la conmoción y el duelo, y en el espacio abierto de la percepción y la mirada, de los trazos y los gestos.
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